De repente la ciudad se llena de luces y papeles de colores. Hay un nacimiento con María y José en un pesebre hecho de palitos de madera. Por el desierto, donde la arena es aserrín del taller de mi abuelo, vienen los reyes. En el río, hecho de papel aluminio, hay patos, y debajo del musgo donde pastan borregos hay foquitos de colores. Mis Navidades de niña son el mejor recuerdo. El nacimiento que me impresionaba lo ponían mis abuelitos. En Nochebuena cenábamos en su casa. Cantábamos villancicos, había ponche, fruta y piñata. La Navidad era una fecha especial en la que todos estábamos juntos, nos vestíamos elegantes y nos dábamos abrazos. Éramos un clan que se frecuentaba en el año, pero que en Navidad estaba definitivamente unido y feliz. Conforme fui creciendo, las Navidades fueron perdiendo su encanto. Mis hermanos y yo las llenábamos de fiestas y reventones con los amigos. Después ya no nos reunimos en la época navideña. La familia creció y mis abuelitos ya no estaban. Dejamos de celebrar todos juntos el 24.
Cuando me convertí en mamá, inconscientemente quise recrear para mis hijos la magia que mi familia me había enseñado que existía en Navidad. La época volvió a ser emocionante por las sorpresas de los regalos bajo el árbol, sus disfraces en las pastorelas y las cartitas que hacían en la escuela. Había muchas luces en el arbolito que decorábamos juntos. El CD de Kenny G nos alegraba con música navideña y en la casa se respiraba olor a brownies. Mi mamá inauguró la tradición de hacer la receta de polvorones de mi abuelita, y más que hacerlos lo que nos encantaba a todos era jugar con la harina y la masa. Mi esposo convirtió la preparación del pavo en todo un ritual, en el que mis hijos eran los encargados de inyectarle jugo de naranja y leche. Era tiempo de estar en familia, de jugar a decorar, a cocinar, a hornear, y de hacerlo todo juntos. Pero los tiempos cambian y los años vuelven a pasar. Mis hijos ya son grandes y a mí me hace falta esa magia que antes envolvía mi corazón en esta época. Con tantas cosas que pasan en México y en el mundo, es fácil que mi mente se enfoque en los conflictos, en lo que ya no tengo, en lo que ya no hay. Me abruma lo que las redes sociales dicen que debo tener, decorar y preparar en esta época, y más ahora que mis hijos no están en casa y no hay regalos escondidos en el clóset.
Así me sorprendí a mí misma, un día, con tiempo para reflexionar y con nostalgia. Llevo semanas buscando la alegría y hurgando en mis recuerdos por recuperar aquella magia y por fin la encontré. Solo hacía falta escribir lo que me hacía feliz de niña y luego de mamá para darme cuenta de lo importante. La magia siempre ha estado aquí, en mí: en el sentimiento de cantar junto con mis primos el arrullo al “niño Dios” que mi abuelita vestía de blanco. La magia era reconocerme en familia. Yo tenía un lugar entre todos los García. La magia estaba también en atrapar la mirada de asombro de mis hijos, en el abrazo de felicidad que duraba minutos. Estaba en los juegos que su tía organizaba y que nos hacía conectarnos unos con otros.
La magia está, entonces, en sentirnos uno con quien amamos y hasta con quien no.
Lo que celebramos en Navidad es la VIDA, pero no me había dado cuenta. Me alejé de los rituales, porque un día ya no me hicieron sentido las plegarias, las penitencias y los mea culpa. Pensé que con los rituales y el tiempo que ya pasó, también la magia se había ido. Ahora me doy cuenta de que la puedo recuperar, de que nunca se ha ido, que está en mí. Porque nuestra esencia es la misma que cuando cantábamos villancicos, contemplábamos el nacimiento de los abuelos y corríamos en la kermés. Pero ahora con una fe adulta y en conexión con todos.
Y es que no se trata de que el pasado fue mejor. El mundo cambia. Ya no son los ochenta ni los dos mil. El otro día mi mamá invitó a hacer polvorones a mis sobrinos, y no les interesó llenarse las manos de harina y masa con la abuela. No importa. No se trata de perpetuar rituales sino de darnos cuenta de que estamos con las personas que amamos. Ellos estuvieron checando su celular y jugaron videojuegos, pero estuvimos juntos un rato y saben que esta es su familia, que tienen un lugar y que son muy amados. Aquí está la magia: la nostalgia ha desaparecido.
Voy a pasar una Navidad feliz, llena de momentos de conexión con mi familia y amigos, de risas y baile. Voy a celebrar que soy vida y que cada día es una oportunidad de renacer y disfrutar que todos somos UNO. Gracias por estar aquí, acompañándonos virtualmente y conectando a través de lo que piensa y siente una mujer X. Que el amor por nosotros mismos reviva esa magia y nos haga ver el mundo con la mirada de asombro que teníamos de niños y apreciemos lo maravilloso que es estar viviendo hoy aquí.
Porque no hay Navidades X.
¡Felices fiestas! Posdata. Yo también te escucho. Por favor, deja tu comentario debajo y dialoguemos. Las palabras nos definen, sanan y acercan.
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